jueves, 18 de abril de 2013

Marcos y el Pequeño Hombre: Autoconocimiento

    Era temprano a la mañana y a Marcos le dolía la cabeza; y eso que recién entraba al aula. Sabiendo que los del fondo son vigilados y los del frente observados con más facilidad eligió un buen lugar en el medio y contra la pared de la izquierda del aula, para poder apoyar la cabeza. Sus compañeros gritaban intentando superar el ruido ambiente que crecía más y más a cada minuto.
    

    El profesor Figueiro llegó e impuso el silencio con sólo su mirada. Resonaron entonces solo el ruido de miles de conversaciones que se desarrollaban fuera del aula, a través de ese enorme ventanal que cubría la mayor parte de la pared izquierda del aula. Tanto ruido le hacía doler aún mas la cabeza a Marcos, cosa que lo predisponía al mal humor para toda la mañana; y sumado a eso, él detestaba a éste profesor de historia en particular. Le molestaba todo de él: sus lentes de vidrios gruesos, sus chombas de alta calidad compradas quién sabe a cuánto, sus pantalones de vestir color caqui, sus zapatos de punta negros, brillantes y obviamente impagables para un simple docente, aún mas imposibles para un alumno como Marcos. Peor que eso, odiaba su letra jeroglificamente inentendible, que a opinión de Marcos era una forma más de soberbia por parte de Figueiro, y su brillante y distractora calva que los alumnos usaban como escusa de sus bromas. Marcos simplemente detestaba al profesor, y se notaba que a Figueiro no le agradaban él y muchos otros alumnos.
   

    Sin quiera saludar, de pie frente al enorme escritorio, el profesor comenzó un soporífero monólogo acerca de las invasiones bárbaras que provocaron la caída del "gran y espléndido" imperio romano, según su apreciación personal. Marcos inmediatamente fijó sus ojos sobre el profesor, para no parecer aburrido cosa que el profesor usaría para infligirle algún castigo suficientemente humillante.

    De repente vió a un pequeño hombre, no más grande que su propia mano caminando con paso decidido entre los bancos desde el fondo del aula. El pequeño vestía un impecable frac y galera, del bolsillo del saco sobresalía un reloj dorado; y pese a lo irreal del personaje, el profesor y los compañeros de Marcos fingieron no verlo.

    El pequeño hombrecito llegó hasta los pies del docente; se bajó el cierre del pantalón y le meó los brillantes zapatos, salpicando las botamangas del caro pantalón de Figueiro. Seguido a esto, frente al sorprendido Marcos, el hombrecito se sacó sus propios zapatos mostrando sus pies diminutos; y comenzó a trepar por los pantalones del profesor mientras éste lograba mantener la indeferencia el extraño personaje que tan groseramente lo trataba.


    Al llegar al hombro derecho del docente, el pequeño sacó un cuchillo que me medía la mitad de su altura, haciendo que se tambaleara para no perder el equilibrio. Dándole la espalda a Marcos, clavó el cuchillo sobre la clavícula de Figueiro, de donde empezó a surgir un chorro continuo de sangre. El profesor ni siquiera movió la cabeza, ni se dio por enterado de la herida y continuó hablando sobre los graves errores de Teodosio I y sus hijos. El hombrecito entonces se sacó el saco del frac, mostrando una remera roja y negra desgastada, tomó el cuchillo con ambos brazos y se lanzó del hombro, abriendo una herida profunda que llegaba hasta la cintura de Figueiro. La sangre chorreó rápida y roja sobre la chomba dándole un tono mucho más oscuro y desagradable. El pequeño trepó nuevamente, con el cuchillo a cuestas y repitió el procedimiento sobre el otro hombro, recortando una especie de pechera y dejando la sangrante barriga del docente a la vista de todos.


    Marcos, una vez superada su repulsión inicial, comenzó a sentir que algo iba tomando su interior, una especie de alegría furiosa y enfermiza y un terror paralizante, sobre todo terror. Pero el hombrecito todavía no había terminado. Subido, otra vez sobre el hombro del docente se dedicó a escribirle groserías en la cara, mientras el reloj dorado salia de su bolsillo y volaba contra el pizarrón con la misma furia con que su dueño mancillaba la cara del profesor. Seguido al acto de vandalismo, le sacó los anteojos , probó mirar a los alumnos a través de uno de los lentes y luego los dejó caer con fingida torpeza, haciendo que éstos se hicieran astillas contra las baldosas pulidas del piso.

    El pequeño entonces miró hacia donde Marcos se encontraba aterrado, pálido y aferrado a su silla como un poseso, se quitó la galera e hizo una profunda y exagerada reverencia. Luego, tomando la galera del ala, se la arrojó hacia Marcos guiñándole un ojo, pero el tiro fue sin fuerza y el accesorio terminó entre los restos de los destrozados lentes. El hombrecito aprovechó entonces para trepar hasta la calva brillante de Figueiro, con su cuchillo hizo un pequeño agujero a través de la piel y del hueso hasta llegar al cerebro. Marcos sintió como el desayuno comenzaba a subirle por la garganta, pero no podía separar sus ojos del macabro espectáculo; con muchísimo gusto hubiera querido estar a millones de kilómetros de ese aula. El pequeño hombre, sin dejar de mirarlo, sacó un sorbete, lo pasó a través del agujero recién hecho y comenzó a beber con fuerza. Marcos estaba fuera de sí, la cabeza le latía con fuerza, haciéndole doler, y sobre todo se sentía asustado, sobre todo por no poder borrar una sonrisa que, sin que él supiera porqué, se dibujaba en su cara.

    Cuando terminó, el hombrecito usó el hueco de inodoro, bajó hasta los bolsillos del pantalón de Figueiro, el cual hablaba sobre cómo hubiera sido su casa en el valle del Po para los tiempos de Flavio Constantino; y se acostó a dormir dentro de uno de ellos. El profesor ahí sí interrumpió su monologo, pidió disculpas, y salió del aula por unos minutos; al regresar, Marcos se sorprendió al ver que traía sus anteojos intactos puestos, estaba sin heridas y sin ningún rasgo que mostrara las vejaciones de las que fue víctima.

    Marcos siguió afectado por lo que había visto, pero con el paso de las horas, fue tranquilizándose, incluso llegó a hacer bromas a sus compañeros y molestar a los de los de primer año, para diversión de sus amigotes. Al momento de volver a casa fue cantando y golpeando alegremente cuanta reja o tacho de basura encontrara por la calle, en una especie de felicidad propia. Sin embargo todo eso desapareció cuando al entrar en su casa vió encima de la heladera, a un pequeño hombre de frac y galera, que le hacia el símbolo de la paz con sus dedos y le guiñaba el ojo.






Nota del Autor: La obra es un artículo de ficción. Los nombres de los personajes, así como las situaciones verosímiles y disparatadas son propias de la imaginación, no representan a ninguna persona ni situación real, ni son extraídas de ninguna experiencia propia o contada. 

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