miércoles, 4 de mayo de 2016

La Santa

Estaba encerrado en su celda. Sabía que no valía la pena abrir los ojos. Todo a su alrededor era oscuridad y pestilencia. Ya se había acostumbrado al olor de sus heces y de los cadáveres de ratas en descomposición. La celda era de lo peor que tenía “La Santa”.
De la oscuridad apareció una brillantísima luz, y una brisa de aire frío, pero llena de humedad y encierro. Abrió los ojos. Grave error. Irritados y llorosos los volvió a cerrar. Esperó un tiempo y luego los volvió a abrir, más lentamente, distinguiendo una sombra humana definida por la luz que emanaba de la puerta recientemente abierta. Su cuerpo se llenó de temblores, y comenzó a sudar. Tal sombra podía bien ser su ángel libertador o la segadora de latidos en busca de cumplir su negro deber. La sombra tomó la palabra:
- Ven conmigo.
¿Cómo oponérsele? No hay otra salida, ni voluntad para crear alguna otra propia. Se paró tambaleante. Se interrogó hacía cuanto que no se sostenía en sus piernas. La sombra, para nada amable, no hizo más que darse vuelta y comenzar a alejarse por el pasillo. El tambaleante prisionero salió al pasillo, conociéndolo nuevamente y mirándolo todo como si fuera la primera vez, porque sabía que podía ser la última vez que lo recorriera. De la sombra ahora distinguía sus ropajes: zapatos marrón oscuros, pantalón y por sobre eso una capa blanca que seguramente indicaba el rango que tenía. Un pelo prolijamente recortado, aunque algo alborotado, como si hiciera un buen tiempo que hubiera estado lejos de una lavada. Su Caronte se dio media vuelta frente a una puerta de roble y hierros cruzados, con una enorme anilla en el centro.
- Por aquí- Dijo, mientras empujaba la pesada puerta con sus callosas manos reinadas por un quinteto de dedos fuertes, acostumbradas al trabajo rudo.
Entró a la gran estancia de piedra y se sentó al gran tablón que servía de mesa. Sobre ella había grandes manjares, que contradecían el vacío que sentía en sus intestinos. Grandes candelabros colgaban de un techo indistinguible en su altura. La sala lucía un grandísimo espejo de magnificencia tal que nada debía envidiar al salón de los espejos del palacio de Versalles.
Del otro lado de la sala se abrió una puerta que al principio el no vió o no quizo ver. De ella surgió una mujer ataviada con una gran capa negra de finísima tela, con adornos e infinitud de colgantes. Ella ostentaba el mayor rango dentro de ese mundo casi fantástico, pero de realidad cruel. Ella se sentó frente a él en la mesa y habló:
- Hola. ¿Cómo estás? ¿Me reconocés?…
- Tenga usted la bondad de perdonar mi deficiente memoria…
Fijó su mirada sobre el espejo que ahora colgaba a su derecha, y reconoció, o creyó reconocer detrás del mismo la multitud de fantasmas que lo acosaban por las noches.
- ¿No está listo aún para que se lo lleven?- dijo una
- Aún no. No es seguro. Es un peligro para los otros, pero más aún para nosotros. Un caso así podría destrozar nuestra reputación y hacer que nos echen. Mejor tengamos paciencia por un tiempo más. Probablemente muera pronto.- contestó el psiquiatra.
- ¿Eso no sería malo para nuestra imagen?- replicó, entristecida tal vez, la enfermera.

- No tanto como que ese loco salga a la calle- sentenció el Director de la clínica "Santa Ramona", mientras miraba a través del vidrio espejado a la habitación totalmente blanca donde el paciente hablaba con su esposa.