jueves, 30 de mayo de 2013

El fin de la Hermandad

    Después de darme cuenta que no soy el único que escribió sobre la señora de Wakefield (ver la publicación anterior), o por lo menos no el único que hizo público su escrito; sumando a que hace bastante tiempo que no subo un cuento, decidí hacerles entrega de otro trabajo que realicé para la facultad hace unos años. Además este es mucho más negro, en contra del romanticismo del anterior post. ¡Enjoy it!


   Ya nos habíamos reunido, incluso antes de que anocheciera. Todos mis hermanos cuchicheaban noticias que el viento traía y se llevaba -vaya a saber uno qué tan reales eran- acerca de Nosotros y Ellos. Nuestra familia se mantenía unida aún, pero las noticias mentían con la verdad que otras habían sido masacradas, arrancadas de cuajo, y su espacio era llenado por ruido de botas, roces de traje y muros de cemento.

    Mis hermanos se inclinaban y se rozaban en gestos de cariño u odio, daba igual. El hecho era que golpeaban sus extremidades y ninguno protestaba, porque allá todos usábamos los mismos códigos. todos éramos iguales, pero diferentes. Los más chicos crecían al amparo de los más grandes, los más débiles se apoyaban en los más fuertes y éstos soportaban con mezcla de estoicismo, compasión y camadería. Esa noche no era diferente.

    Yo siempre me encontraba un poco más lejos que los demás, un poco más a la vanguardia, mirando siempre el campo lleno de posibilidades, atravesado por esa ruta infrecuentada. Por eso fui elegido. Por ser el primero. Por estar adelante de los demás, como protegiéndolos con mi sacrificio. Esa noche uno de Ellos se acurrucó contra mí. Mis hermanos comenzaron a moverse y a gemir para adevertirme, pero ya era tarde. Ya estaba ahí y no iba, no podía, echarme para atrás. Preparé mi pecho y esperé.

    Al ruido, mi pecho se abrió en mil astillas, mi sangre se derramó hasta mis pies y se tiñó de roja. Yo seguía en pie, con el pecho abierto y el viento innfundiéndome valor con susurros. Luché contra mi dolor mientras Ellos se iban. Mis hermanos no dejaron de hablarme y de demostrarme su aprecio por mi valentía durante todo el proceso ni durante el resto de la noche, aunque yo hubiera preferido que callaran un poco para poder dormir y olvidar el dolor.


    Al día siguiente, apenas clareaba, me aserraron, me cortaron en fetas y me enterraron, no fuera a ser que yo, como testigo, víctima y partícipe, sumara una nueva verdad al viento de tormenta.

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