martes, 12 de abril de 2016

Referencia cruzada



     Dejo de leer y guardo el libro en mi valija. Siento cierta satisfacción en haber aplazado nuevamente a Gómez. Ese chico no sabe qué le espera en el mundo real, necesita madurar. ¡Si hasta lloriqueó un poco cuando le dí la nota! Tremenda bestia no tiene cabida en el mundo intelectual. Incrédulo al pensar que yo podría regalarle el examen. La facultad es para sufrir, sino que se dedique a otra cosa. Como este chofer.

     A fin de cuentas, el mundo está lleno de Gómez o de calaña del estilo... o de choferes. No es que me moleste que no me salude al subir –al contrario, me da cierto alivio el no tener que cruzar palabra con este rumiante con olor a tabaco barato-, sino que prácticamente no puede decir “seis con veinticinco” sin demostrar que lo único que aprendió de la vida es a manejar colectivos, y eso a durísimas penas. Alguien debería enseñarle que el amarillo del semáforo es para que aminore y el rojo para que se detenga. Y, claro, los oficiales de tránsito son de la misma estirpe autóctona y bestial, que no sólo no se sorprenden, sino que consideran la actitud del chofer como algo natural. Pareciera que uno, en su calidad de homo sapiens sapiens recorriera un zoológico de la trunca evolución. Al igual que los comunistas que se remiten solamente a la hoz y el martillo, armas bárbaras orientales y métodos del burdo trabajo, algunos se rigen por el manubrio y la palanca de cambios, o el silbato y la gorra, o como Gómez: la vagancia y la caradurez.

     Miro la avenida por la ventanilla y pareciera que estuviera ahí mirándome, multiplicado por mil transeúntes, bebés, niños, jóvenes, adultos, ancianos… ignotos seres cuyo pensamiento más trascendental es el de los billetes que quedan en sus billeteras, ya flacas, ya voluminosas. Por no hablar del amigo de lo ajeno, que ni siquiera piensa en lo suyo, sino en lo que el otro tiene y él espera conseguir.

     La avenida no se ensancha y el colectivo va tomando velocidad. Vi pasar las paradas donde debería detenerse, y a la gente furiosa gritando vaya saber uno qué cosas. Ironías de la vida, la masa exitada es igual a una jaula de monos donde dos machos se pelean a muerte y el resto grita desaforado. Creo que un estudio sobre eso ayudaría a entender cómo prolifera un deporte tan vulgar como el boxeo o los deportes de lucha. ¿El instinto del mono o un deseo insatisfecho y reprimido?

     Empiezo a asustarme, ya no es la gente en las paradas que grita desaforada, sino varios pasajeros que deberían haber bajado en los últimos –varios- metros. Veo una mujer llorar a unos asientos de distancia, y una pareja de jóvenes se abraza con absoluto y completo terror. ¿A qué le tendrán más miedo? ¿A que se les acabe su vida o la del otro? ¿O acaso que a la muerte de su amante, el amor quede desgarrado, a medias entre tumbas? ¡Pero qué estoy pensando! ¿Tumbas? Me estoy dejando guiar por la histeria colectiva. Aún no es mi parada, tal vez para cuando tenga que bajar, el chofer ya haya entrado en razón.

     Ver pasar los postes de luz a toda velocidad me dan algo más que vértigo. Las personas de la calle son borrones, pero aún así adivino sus miradas entre curiosas e indiferentes sobre este colectivo –¿qué colectivo? Ya un bólido, por su velocidad-, seguramente pensando en cómo contarán sobre esta pseudo-anécdota mientras estén comiendo entre sus pares y críos, en su aplastada y rutinaria vida, un chispazo de conversación: “hoy vi un colectivo ir demasiado rápido…”. Una conversación que nunca progresaría más allá de un “ah, qué bien” en boca de una comadrona vieja y con pocos dientes, como la mujer que llora cerca mío. Está al borde del desmayo, y entre llanto y llanto emite unos pequeños grititos que revelan su naturaleza histérica y poco formada. Aún así, mi estado emocional empieza a acercase al su límite. Un pasajero se anima a ir al lado del chofer, no sé si para persuadirlo o con fines claramente bélicos. Al estar a unos pasos lo mira fijamente con la boca abierta y a punto de un claro reproche, empieza a llorar y un instante después se encuentra en el suelo, visiblemente desmayado. Mis piernas, que tiemblan hace un rato, se empiezan a aflojárseme, y siento que mi cuerpo expulsa su contenido manchando mis pantalones. No soporto más.

     Finalmente el resto de los pasajeros entran en el más absoluto terror. Muchos no se pueden mover de la silla, pero gritan, se revuelven, y quienes viajaban parados se apiñan en el fondo y contra las puertas para poder salir. Buscan desesperadamente el martillo o los botones de emergencia, pero unos impiden a los otros el accionar, y para cuando lo logran, los pocos que saltan y se convierten en manchones rojos sobre la calle disuaden al resto. Yo logro calmarme un poco, aunque veo a través del parabrisas los pocos metros que quedan contra la pared que obliga a la avenida a hacer una curva. Por lo menos Gómez va a estar contento.

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